JOSÉ JIMÉNEZ BORJA
El Perú y América conmemoran hoy el sesquicentenario de un acontecimiento insigne de su gesta emancipadora: el primer grito de la libertad del Perú proferido en Tacna por Francisco Antonio de Zela y Arizaga el 20 de Junio de 1811. Con un Programa modesto que no alcanza a ningún acto digno de la grandeza del héroe, ni siquiera una estatua o una plaza consagrada a su nombre en la capital de la República y ninguna obra de aliento en la ciudad escenario de su breve epopeya, sin la promoción de un amplio movimiento cultural como sucedió en el centenario de 1911, el Estado se acuerda que la Nación estuvo también presente en el ciclo liberatorio de los años diez y once; y que no fueron hazañas exclusivas de Argentina, Chile, Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y México las que conforman ese constelado y sincrónico estallido. El desapego a lo nacional en la historia de la revolución de la independencia pudo tener una oportunidad de superarse con motivo de alcanzar los ciento cincuenta años el tiempo que nos separa de esa trascendental gloria patriótica.
Y resulta que el significado del levantamiento de Tacna sobrepasa al de un disturbio pasajero en los lejanos límites del Virreynato, con cierta aureola idealista y precursora de la proclamación de San Martín, diez años más tarde. Fue un proceso orgánico, con doctrina largamente asimilada y difundida, con preparación estratégica y conexión internacional. Duró solamente seis días, del 20 al 25 de Junio, pero durante ellos se organizaron un gobierno y un ejército, se cumplieron solemnes actos públicos y se ejercitó la administración más urgente. Vivió por primera vez la Patria en plenitud.
La región que fue teatro de la revolución de Zela es el actual departamento de Tacna que si no sobresale por su extensión y número de habitantes, tiene señera calidad por su historia, contextura social, posición geográfica y belleza panorámica. En una encrucijada fronteriza entre Chile y Bolivia, condensa la personería patria con relieve augusto sobre un contorno natural grandioso y ameno, A causa sin duda de las depresiones del fondo marino colateral, que figuran entre las mayores de Sudamérica, los Andes se levantan a poco espacio del océano en un solo golpe dinámico de tal modo que desde las pampas litorales se puede ver el mar al mismo tiempo que la cordillera en su integridad, primero las bases con sus hondas cuchillas, luego la gran muralla de esmaltes violáceos y finalmente la sucesión de luminosos nevados en desfile hacia el norte. Hacia el mar las arenas leonadas se interrumpen con las crispaciones oscuras de los morros. No es ajena a la psiquis del poblador esta enseñanza de majestad y energía que le dicta el paisaje en torno.
La ciudad capital del Departamento se asienta al fin del valle del Caplina entre los cerros Intiorco y Arunta, con un plano irregular resultado de su nacimiento espontáneo a lo largo del río, sin la red cuadriculada de las fundaciones españolas. Las esquinas salientes, los techos triangulares como de capillas y cierto aventurero desorden constituyen su característica. El gran escritor vinculado a Tacna don Enrique López Albújar, describe su arteria principal: "Es una calle de insubordinación geométrica, en perpetua conjunción con la línea quebrada, libérrima y rebelde como el alma de sus hijos. Ha crecido igual que esos espíritus turbulentos, que van de tumbo en tumbo, cayendo y levantando. Cada cuadra es expresión de voluntariedad". Es consubstancial al ambiente urbano el gusto por árboles y jardines, vocación que se explica por el espiritualismo de sus gentes y por influencia de la fresca y colorida campiña bajo un clima prodigioso por la lozanía, el matiz y la fragancia. La evolución social del ayllu a la pequeña propiedad y no al latifundio determinó un bienestar general por el reparto equilibrado de lo bienes. El hombre se sintió dentro de su relativa independencia económica, capaz de pensar y de educarse. A ellos se unió desde los primeros tiempos de la colonia la industria del arrieraje. Los arrieros de Tacna transportaron la plata de Potosí para embarcarla en los galeones en Arica y llegaban hasta el Tucumán. Ese oficio trashumante forjó su individualismo y lo nutrió de horizontes e ideas. Surgió un ser dotado de avisada conciencia que traía desde lejos contagiosas nuevas. Un visitador real del siglo XVIII califica a los indios de Tacna de "civilizados y ladinos". Por aquellos tiempos Arica era todavía más importante que Tacna como cabeza de partido y antiguo asiento de españoles; pero a fines del siglo esa capitalidad para Tacna y con ella la "callana" o fundición y las Cajas Reales encargadas de pesar los metales. La ciudad está formada y el progreso de comercio es creciente. Ha dejado de ser simple pascana, cuenta con calles empedradas, estanque para el agua, casonas, escuelas y guarnición de un regimiento de Dragones del Rey. En estas circunstancias asoma el alba de la libertad.
La revolución argentina iniciada en 1810 se expande en 1811 por el Alto Perú. Dirige la expedición Balcarce y Castelli cuyos emisarios secretos llevan a todas partes un llamamiento vibrante. En Tacna tiene respuesta: se la da Francisco Antonio de Zela y Arizaga con el primer grito de libertad del Perú. La figura destacada y radiosa es la de Zela pero su hazaña hubiese sido imposible si no se integra con la del pueblo de Tacna en unidad homogénea como preparada por un tenso destino. Fuerzas misteriosas parecen conducir a un mismo vértice a la colectividad y al Prócer. Zela, nacido en Lima en 1769, de padre español, educado en el Seminario, con inteligencia vigorosa y vivaz, posee las ideas enciclopédicas de su generación y las difunde a través de una palabra cálida de un ademán señorial, de una cordial y luminosa mirada. Su posición es principal como Ensayador de metales, cuya misión es separar el quinto correspondiente a la Corona. Vive con su familia – prolongada hasta hoy en ilustres estirpes de Tacna y Lima – en la mansión revestida de labrada piedra que hasta hoy se conserva.
En la noche del 20 de junio los conspiradores fueron llegando uno a uno a la casa de Zela. Estaban allí, a la inquieta luz de los velones, en una de las grandes estancias, José Rosa de Ara, José Gil de Herrera, Fulgencio Valdés, José Alberto Silva y Antequera, Juan Julio Rospigliosi, Manuel Argandoña, Julián Gil, Francisco Marín, Manuel Choque, Manuel Silva y Marcelino Castro. En el silencio auspicioso, Zela leyó la proclama y las misivas secretas de Castelli, cuyo plan era la formación de un nuevo frente a la retaguardia, y arengó con precisión y patetismo, suscitado la voluntad heroica de todos. Esta se produjo, tras breves y coincidentes intervenciones, y un juramento unánime selló la suerte del alzamiento. Los conjurados, asegurándose espadas y pistolas, se dividieron en dos grupos. Uno de ellos, encabezado por José Rosa de Ara, su hermano y primo, engrosado con un grupo de indígenas que esperaban en lugar próximo, asaltó el cuartel de caballería. El otro, compuesto de cuarenta personas, a cuya cabeza estaba Zela, asaltó el cuartel de infantería.