LA CASA FAMILIAR
Los recuerdos de la infancia en Tacna en los días de la ocupación chilena no son para mí una serie de hechos, o de rostros, o de panoramas eslabonados sistemáticamente en el tiempo.
Superviven, más bien, dentro de un vasto conjunto indiferenciado, como el mar aparece ante los ojos de quien lo contempla desde una playa o desde un barco. Se mezclan dentro de ese todo el hogar, la familia, la ciudad natal, los amigos, cosas que ocurrieron o que oí relatar, sucesos en los que participé o que vi, o que creo que existieron, sentimientos o impresiones cuyo aroma aún me sirve de compañía, mezclados con fragmentos de experiencias más recientes.
"¡Una imagen de casa!" En muchas ciudades y suburbios de nuestro tiempo, al lado o lejos de los monstruos creados impunemente por un ávido e implacable comercialismo, suelen hallarse hospitalarias mansiones que, de un modo u otro, cercana o lejanamente, quieren tener raíces porque hay familias ansiosas de hacer de ellas una expresión de sus vínculos reales o imaginarios con el pasado, en vez de encarar en el vacío las desarraigantes visiones del futuro…
Se ha dicho que la imagen de la casa ejerce enorme influencia sobre la mente humana…
Lo único que trato de expresar es que, detrás de la fachada con piedra de cantería netamente tacneña, experimenté, en cada momento, la sensación de vivir en una mansión sugeridora de la idea de espacio amplio y no excesivo, lleno de lugares ocultos que suspiraban o rechinaban o susurraban con intimidad y sencillez confortables, acogedoras, íntimas. Era como si al construir aquella casa, mis abuelos hubiesen metido sus manos en la tierra sembrando allí lo que esperaban les sobreviviera. Sus almas habían renunciado a la vida del pájaro en el aire al celebrar algo así como un matrimonio telúrico, más fuerte que el tiempo.
Carecimos, por cierto, de alardes suntuarios; pero, ni pobres ni ricos, vivimos en una especie de constelación imaginaria como parte de un ambiente que fue, callada e invariablemente, acogedor para nosotros mientras allí estuvimos con la invisible tremenda fuerza de lo sencillo.
Esta manera plácida de vivir que logró desafiar el paso, entonces tan lento, de los días, tuvo una radical autenticidad. Lo que significó perder un tesoro cotidianamente disfrutado entonces como si se tratara de una cosa indiscutible, sin darnos cuenta de ello. Sólo supimos apreciarlo tardíamente cuando la vida nos arrancó de allí para aventarnos a extraños e inhóspitos lugares.
La vieja casa familiar se ubicaba en la plaza Colón, en una esquina (actual Plaza de Armas). Al lado derecho del hogar veíamos a la Catedral, entonces inconclusa, pero con sus dos torres, erectas como si fueran mástiles orgullosos sobre un barco varado, sobreviviente de alguna silenciosa tempestad. Está hecho aquel edificio con el rosáceo sillar tacneño, más hermoso aunque menos conocido que el blanco de Arequipa.